LO QUE ME ASUSTA DE TI ES QUE NO ERES YO
“¿Qué ve el bebé cuando mira el rostro de su madre?
Yo sugiero que por lo general se ve a sí mismo.”
Donald Winnicott.
En estos tiempos efímeros de rapidez de estímulos y obsolescencia programada, existe sin embargo una búsqueda que persiste generación tras generación en el ser humano: responder a la pregunta ¿quién soy? Pero más allá de cuestiones filosóficas o más bien a partir de ellas, esta pregunta esconde otra fundamental: ¿quién soy para ti?
En nuestro blog hemos hablado muchas veces sobre como la constitución del individuo surge a partir de la relación con un otro. “No hay bebé sin mamá” es una forma de decir que un recién llegado al mundo lo tendrá muy complicado para constituir su aparato psíquico sin una persona que le reciba con el suficiente amor. Y el amor, en nuestra opinión, tiene mucho que ver con la mirada. Sentirnos vistos es sentirnos vivos.
Para Winnicott, lo primero que ve el bebé es el rostro de la mamá o de la persona encargada de sus cuidados. Un rostro que, si todo va bien, le devuelve de una manera natural lo que él padece. Si el bebé llora, la mamá pone una cara triste y le habla traduciendo esa inquietud que él no entiende: tranquilo cariño, es que tienes hambre, tienes gases, hay que cambiar el pañal o me has echado de menos. Si el bebé sonríe, la mamá sonríe también y habla de lo contentos que están. Y al darle de comer, esa mamá abre la boca al mismo tiempo con cada cucharada relatando las ricas propiedades de la comida. Sin embargo, hay ocasiones en que por determinadas circunstancias, las madres no pueden responder y los bebés no reciben de vuelta lo que dan. Winnicott dice: “miran y no se ven a sí mismos”. Es entonces cuando surgen consecuencias.
Carlota llega a consulta por primera vez. Tiene 14 años. Su rostro está triste y apagado y en él se asoman unos ojos gigantes que evitan el contacto visual directo. Tiene el pelo teñido de un negro azabache con mechas moradas, su ropa también es negra excepto por un dibujo en su sudadera de Mickey Mouse señalando un corazón rojo. Las mangas están lo suficientemente remangadas como para dejar ver unas cicatrices en las muñecas y en sus zapatillas lleva escritas por ella misma frases de una canción triste de su artista favorita en un llamativo naranja fosforito. Ella no puede mirar, pero invita a ser vista. En su relato describe a una mamá que ha estado siempre triste y que por determinadas circunstancias siente que nunca la ha podido ver.
Juan cuenta en su sesión la innumerable lista de mujeres a las que ha seducido y de las que se ha enamorado brevemente, pero se pregunta por qué ninguna “le ha durado” más de dos meses. Le encantan las primeras citas, siente conexiones apasionantes en los primeros diez minutos, pero después de varios encuentros la excitación disminuye y esa mujer que iba a ser el amor de su vida le decepciona siendo una mujer más del montón. Juan está enamorado del amor, concretamente de sentirse amado. Busca incansablemente en la mirada que le devuelven estas mujeres el hombre que él quiere ser. Busca encontrar en ese ser visto algo que él por sí mismo no puede ver. En su historia habla de un hermano mayor “perfecto” que tenía encandilados a sus padres. “Siempre he sentido que él me eclipsaba”. Pero no se da cuenta que él, que no se ve, tampoco puede ver a estas mujeres que son para él un espejo donde reflejarse. Su auténtico pánico no es que ellas sean unas mujeres del montón, sino darse cuenta que el hombre del montón es él.
Elena ha discutido con su marido. Mientras ella ha estado enferma en cama, su pareja seguía inmerso en su trabajo. “¿Cómo puede ser? ¡Con lo que yo le cuido, si hubiera sido al revés hubiera dejado todo por él!”. Elena esperaba que su marido se comportase como ella se hubiera comportado. Para ella, el cuidado es signo de amor y que su marido tenga otra forma de actuar le inquieta y teme no ser amada, no ser vista.
En todos estos casos observamos como algo de su constitución como individuos diferenciados se ha visto alterada.
Cuando las madres no pueden responder de esa forma natural, los bebés no pierden las esperanzas y hacen todo lo posible por intentar encontrar algún sentido en él, o incluso intentan predecir qué tendrían que hacer para causar algo en ese rostro. De adultos no estamos tan lejanos a ellos. Cuántas veces modificamos nuestra actitud para intentar provocar algo en otro que nos interesa. La ausencia de mirada de nuestras personas queridas nos convoca a la acción para despertarlas, para sentirlos y para sentirnos. Sin su mirada aparecen fantasías de desintegración similares a la angustia que aparecería si uno se asomara a un espejo y no encontrara su reflejo.
Sólo cuando se ha podido facilitar en la infancia la omnipotencia, ese ser el rey del mundo temporal y acotado, es cuando más tarde se podrá renunciar a ese supuesto reinado en aras de una existencia real y diferenciada. Es decir, lo que nos va a permitir observar el mundo con interés y creatividad sin la angustia de la continua búsqueda de existencia en la mirada del otro, es habernos sentido lo suficientemente vistos como para crear una identidad sólida y propia donde encontrarnos, de nuevo, lo suficientemente satisfechos.
Por suerte en nuestra construcción como individuos no todo se juega a una carta y desde Psyquia entendemos la psicoterapia como esa segunda oportunidad para poder vernos a nosotros mismos. Nos sumamos a estas palabras de Winnicott sobre el quehacer de nuestro trabajo:
“La psicoterapia no consiste en hacer interpretaciones inteligentes y adecuadas; en general es un devolver al paciente, a largo plazo, lo que él trae. Es un derivado complejo del rostro que refleja lo que se puede ver en él. Me gusta pensar en mi trabajo de ese modo, si lo hago lo bastante bien el paciente encontrará su persona y podrá existir real. Sentirse real es más que existir; es encontrar una forma de existir como uno mismo y de relacionarse con los objetos como uno mismo”.
Maite Echegaray García
Referencias bibliográficas:
Winnicott, D.W.: Realidad y juego. Gedisa editorial. Barcelona, 2013.