¿Nos dejamos vivir las pérdidas?
Las pérdidas están presentes a lo largo de nuestras vidas, de cada uno de nosotros. En algún momento nos tenemos que enfrentar a alguna y cada uno se enfrenta a ellas como puede. Unos las lloran, otros se alejan, otros las niegan.
Nos gustaría reflexionar con vosotros acerca del trabajo del duelo.
“Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.”
Extracto de Elegía, de Miguel Hernández, 1936.
Nos pasamos la vida entera haciendo duelos, elaborando pérdidas: cuando pasamos de ser niños a adultos, cuando nuestro primer amor se rompe, cuando los hijos se marchan de casa, cuando perdemos un trabajo, y así un largo etcétera. Éstas pérdidas parecen ser muy aceptadas por todos y quién más o quién menos las afronta con tranquilidad, sabiendo que va a ser algo que se superará con el tiempo. Nos pasamos la vida haciendo duelos sin saber que los estamos haciendo.
Pero hay otras pérdidas que se viven de manera muy distinta, cuando acontece la muerte. Si bien es cierto que algunas son más traumáticas que otras, todas duelen.
Es bastante aceptado por todos que no es lo mismo la muerte de un padre que la de un hijo por ejemplo. Aunque ambas duelan, en la segunda lo traumático aparece con demasiada fuerza, podríamos decir que es ¿antinatural? Pues por muy difícil que resulte de elaborar todos sabemos de la pérdida de nuestros padres… Otra cosa muy distinta son las muertes traumáticas, como las muertes por accidentes, agresiones…
Hace años, la muerte estaba rodeada de múltiples rituales, desde el luto por el difunto hasta los velatorios durante la noche entera en casa del fallecido para despedirse, llorando, hablando.
Los rituales llevan permaneciendo en nuestro imaginario social mucho tiempo y parece que cumplen una función. Son el inicio de la despedida, ayudan a llorar la pérdida, a hablar sobre la persona que se ha marchado, a acompañarnos por seres queridos en tan difícil momento. Y lo que es muy importante, respetan el ritmo subjetivo de cada uno. Al final ¿no ayudan a poder tramitar la pérdida con la palabra? De lo que no podemos hablar no podemos separarnos.
Actualmente seguimos conservando ciertas cosas, pero no es cierto que ¿algo ha cambiado? Vivimos en una sociedad, que cada vez más, persigue la vida eterna, huyendo del envejecimiento, donde nos rodea el horror a la muerte y a la enfermedad. Los rituales comunes cada vez lo son menos y cada vez encontramos mayor singularidad en esta vivencia, incluso el llanto cada vez está menos permitido. Pero si uno no puede llorar ¿adónde va eso? ¿Sabemos cómo enfrentarla?
La persona amada no existe más y en el momento que fallece está cargada de nuestra energía psíquica. Nuestro vínculo sigue presente y para que podamos elaborar esa pérdida toda esa energía que teníamos puesta habrá de ir disminuyendo para continuar con nuestra vida.
Pero es curioso, porque en un principio sucede todo lo contrario: esa persona pasa a ser lo más importante, ocupándolo todo, recuerdos, vivencias, y nosotros sin interés hacia nada. Es como si nuestro yo se quedase vacío de nosotros mismos. Pero durante el proceso de duelo es algo necesario. Necesitamos investir en un primer momento para posteriormente desinvertirlo, y trasladar esa energía a nosotros mismos para curarnos esa herida.
Así dicho en palabras que fácil resulta…