EMIGRAR, HACERSE UNA SEGUNDA PIEL

Emigrar es noticia, prácticamente, desde los inicios de la historia de la humanidad.

A día de hoy podríamos decir que es muy difícil hablar de culturas “puras” y “estáticas”, por así decirlo, puesto que, el dinamismo de los movimientos migratorios, forma parte de los cambios que a ritmo de siglos o de décadas, afectan culturas y sociedades, en mayor y/o en menor escala.

La vivencia de la experiencia de migración es tan particular, como emigrantes hay. Sin embargo, podría decirse que, si hay algo común en el migrar, es la búsqueda de un cambio para mejor. Hay quien migra por trabajo, por situaciones políticas, por situaciones familiares, por temas de salud, etc…. pero, en cualquier caso y con mucha frecuencia, el proceso migratorio, suele llevar aparejado un despliegue de afectos cuya intensidad, articulada a la historia de vida y a la forma de ser de cada persona, podría condicionar la adaptación deseada al lugar de destino.

En su artículo “Freud y la Emigración”, el psicoanalista Daniel Zimmerman plantea:

“La importancia de la lengua materna trasciende su utilidad para la comunicación; sus efectos van mucho más allá de una capacidad de enunciar. La manera en que fue hablada, en que fue escuchada, define lo que es propio de cada uno. Los afectos cobran sentido sobre las huellas que traza la lengua. El inconsciente mismo constituye una habilidad, un saber hacer con la lengua. La lengua materna extiende sus raíces bien profundo y de ella depende la animación del goce del cuerpo. La palabra cosquillea el cuerpo para animarlo con un goce diferente y privilegiado.” 

Al llegar a la nueva tierra el migrante se encuentra con lo diferente: una lengua diferente, aunque sea el mismo idioma, un sonido diferente, unas palabras diferentes, unos gestos diferentes, una forma de vestir diferente y muchos más diferentes que se verá convocado a articular a sí mismo, a abrirse para combinar como pueda, “lo diferente” a lo más íntimo de su ser y entonces, ser uno más, aunque nunca igual.

Quien recibe al que viene de fuera, también se encuentra con alguien diferente, con costumbres, palabras, acento, forma de vestir y demás, diferentes. Es humana y estructurante la angustia primigenia que todos hemos sentido ante lo extraño, ante lo distinto. Es una angustia que puede convertirse en miedo y rechazo o, puede convertirse en curiosidad por conocer, en algunos casos en una mezcla de ambas cosas.

A partir de este momento y, de forma general, quien migra va construyendo su camino con la ambivalencia constante y necesaria de una misma persona dividida entre esa que vivía en su tierra natal, con su recorrido vital, y esa “misma” nueva persona en el extranjero, que empieza de nuevo.

Esa ambivalencia serán aquellas pérdidas y estas ganancias: aquella situación social difícil y esta tranquilidad social soñada, aquellas escasas oportunidades de trabajo y esta amplia gama de oferta laboral, aquella localidad rutinaria y esta realidad con cosas nuevas por hacer, aquella economía inestable y esta estabilidad creciente, pero también, aquellas comidas dominicales en familia y esta nostalgia de no estar allá, aquella costumbre típica del pueblo y estas nuevas costumbres que poco a poco se van haciendo propias…

Ese anhelo de mejora, que suele motorizar el proceso migratorio, da por hecho que la nueva situación del migrante, quizá no en todos, pero en muchos aspectos, es mejor que la que se tenía y eso suele generar culpa. Culpa por haber dejado a los suyos y estar mejor, culpa por no estar en ese nacimiento del hijo del mejor amigo, por no acompañar en la enfermedad a ese ser querido, por no celebrar los momentos especiales con los más cercanos, culpa por decidir estar fuera, por buscar algo que, a priori, es mejor para el que migra.

Se hace camino al andar”, diría Antonio Machado. Y podría añadirse que lo verdaderamente importante es andar, avanzar, descubrir, hacer que haya merecido la pena, y por qué no, que haya merecido también la alegría, el poder construirse de nuevo, permitirse habitar esa “segunda piel” que sentirá que el viento del nuevo país no se siente igual que el propio; que el abrazo de quien le recibe, del que está aquí, no es igual del que se dejó, que está lejos.

Una segunda piel que no sustituye, ni eclipsa, una segunda piel que se ha podido hacer con la inigualable riqueza de lo distinto, de lo nuevo y que, aunque sabe que el calorcito de la tierra es único, ese abrazo de ese nuevo amigo es tan caluroso, como, también, único.

En el proceso migratorio, puede ser muy útil e importante poder elaborar las pérdidas, hacer un duelo muy personal e íntimo, poder permitirse estar a veces vulnerable, a veces triste, a veces nostálgico, a veces cansado y entonces, poco a poco, sentir que eso que se perdió, puede dejar espacio para pensar qué se puede hacer de nuevo, qué de lo nuevo se parece a lo que me gusta de lo viejo, qué de lo nuevo no me gusta, qué le gusta a la gente nueva que conoce, interesarse por lo diferente, por la historia de los otros distintos, por la historia que sostiene la cultura y las tradiciones de la nueva tierra, tanto como si fuera la propia, por la novedad, por eso que formará parte del singular camino que cada uno se construye y poder sentir, que ese esfuerzo, esa distancia y tantas renuncias, son precisamente, el motor de una nueva vida.

 

Referencias bibliográficas:

Zimmerman, D.: «Freud y la Emigración«. Revista Internacional de cultura, subjetividad y estética Vol. 2, (2), Mayo 2006.
Revista Aesthethika©