¿SEREMOS CAPACES DE LUCIR OMBLIGO?

Que la fragilidad está minusvalorada es un hecho. Socialmente recibimos mensajes que alojan la fragilidad en un lugar desvalorizado. El positivismo inunda el ambiente con el eslogan de “tú puedes con todo, eres omniponente, no debería faltarte nada y si no… es que algo raro pasa”. Y sí, pasan muchas cosas.

En otras ocasiones nos hemos detenido a pensar este mensaje de omniponencia y a dónde nos conduce. Hoy queremos poner el foco en: ¿Qué nos aporta la fragilidad?, ¿de qué nos sirve encontrarnos con la vulnerabilidad?, ¿es algo intrínseco a la existencia?

Tomar conciencia y aceptar que somos vulnerables, frágiles, con fisuras, nos introduce inmediatamente en la dimensión de la falta y, con ella, podemos dar paso al amor y al deseo. No al amor de cuento, romántico y traicionero, que nos eleva al estatus de los ideales, donde el deseo pierde terreno y reina el goce, no, a ese amor no. La vulnerabilidad nos conduce al amor real.

Pero, ¿qué es el amor real?

Lacan dirá: “Amar es dar lo que no se tiene a quien no es” una frase un tanto extraña y de difícil comprensión pero que esconde una reflexión profunda en la que nos parece importante detenernos.

Si nos retrotraemos al primer amor de una persona, aquel lugar donde todos aprendemos a amar, nos remontaremos al encuentro con una madre y un bebé. ¿Hay algo más frágil que un bebé recién nacido?, ¿hay algo más frágil que una mamá recién dada a luz? Y es que salir a la luz, a la vida, no es fácil. Parirse a uno mismo como sujeto deseante es una tarea, podríamos decir, que infinita.

Si paramos el tiempo en ese instante del nacimiento podemos ver como los dos tipos de amor de los que hablamos se alternan. Por un lado escuchamos la sensación de completud, de bienestar, de fusión… sentimientos de enamoramiento que en ese “ser uno ideal” permiten disimular la fragilidad del momento, permiten tolerar y reparar las fisuras traumáticas del parto. Sería pues, una defensa frente a la crudeza del momento… y es que tolerar que uno se abre para dar la vida no es tarea sencilla.

Si nos paramos a pensar en el momento del parto, lo que el cuerpo nos enseña, es que necesitamos de un “agujero” para salir a la vida, y solo a través de la apertura de la madre podemos hacerlo. Si no hay “fisura”, no hay salida. De igual modo, ¿será así con el nacer psíquico?, ¿por qué nos empeñamos en no tener rajitas, fisuras, agujeros?, ¿por qué poner el Photoshop al cien por cien para tener una piel sin imperfecciones?

La primera marca en la piel del bebé es la que deja atrás un agujero, el ombligo, y ¿qué es un ombligo?

Un ombligo es una cicatriz, y como toda cicatriz es una herida que sanó. Pero no es una herida cualquiera, es la herida que se produce del desprendimiento del otro. Es la herida que funda la vida. Tras el parto “el cordón a la madre debe secar, debe caer” para dar paso del «somos uno» al «somos dos».

Esa cicatriz será la marca que nos recuerda que estamos vivos, que somos nosotros, “independientes” del otro, que partimos de la madre en un viaje de no retorno, al afuera, a la luz.

Y por otro lado, si damos un salto en el tiempo, “en los viejitos”, también allí, al final, estaremos llenos de rajitas, montones de pequeñas arrugas darán testimonio del viaje que hemos vivido, porque sí, queridos amigos, la vida deja sus marcas, en la psique y en el cuerpo.

¿Por qué entonces están tan mal vistas las rajitas? ¿Porqué nos empeñamos en “photoshopear” también el alma?

En consulta nos llegan demandas diarias donde lo que se esconde bajo las capas es el miedo a amar, miedo a amar una pareja, un trabajo, amigos, hijos, proyectos… Miedo a todas las consecuencias que trae el amor real: miedo a sufrir la pérdida, miedo a que las cosas sean diferentes a lo que pensamos, miedo a no poder, a no ganar, a salir dañados… Y es que, lejos del amor romántico donde todo lo que se nos promete es ideal, total y sin “rajitas”, no podemos entrar en el amor real sin el precio de quedar marcados por el ombligo.

Podríamos decir que allí donde el embarazo hace una promesa de amor eterno, total, fusional, ideal… el parto marca que el amor real es cosa de dos y que el precio de ese dos trae consigo cicatrices.

Escuchamos como, en el primer encuentro con lo nuevo, nos defendemos, como en el parto, de la angustia que produce la diferencia. Nos fusionamos pensando que será estupendo para, luego, dar paso a “que el cordón seque y caiga” y tolerar, poco a poco,  esas cicatrices que marcarán la desidealización.

Veamos un ejemplo. Cuando comenzamos una relación de pareja, primero vivimos el enamoramiento, un amor sin fisuras. No somos capaces de ver en el amado ningún defecto o falta, pensamos que encontramos a la pareja ideal. Tras un tiempo de relación van apareciendo las diferencias, un “no le gusta el cine como a mi”, “es más desordenada de lo que parecía”, “se levanta de mal humor”… Empezamos a ver al otro en su singularidad, en su ombligo.

¿Qué hacer con esto? La sociedad de consumo parece mandar un mensaje claro: los ombligos no están de moda y, como si de Amazon se tratará, nos lanzamos a las devoluciones sin coste, en busca de otra cosa que no tenga “defectos”,  de un otro sin ombligo. ¿Este modus operandi es sin coste realmente?, ¿cuál es el precio de la política de devoluciones gratuitas?, ¿será la capacidad de amar la que está en juego?, ¿podemos, en vez de devolver, aplicar políticas de tolerancia, reparación y sostén?

Pareciera que a día de hoy, tolerar que se vea “la rajita” es difícil. Esa por donde nos entregamos a la vida, como se entrega un bebé a los brazos de su madre. ¿Cómo entregarnos?, ¿qué hará el otro con nosotros?, ¿nos cuidará?, ¿nos dañará?, ¿estaremos a su merced?

¿Seremos capaces entonces de salir a la luz?, o ¿preferiremos quedarnos dentro de la tripita?, donde no hay cicatrices, donde la fusión nos hace ideales, pero donde reina la oscuridad del goce. ¿Seremos capaces de lucir ombligo?