EL MALESTAR DE LA ADOLESCENCIA

Me topé con el artículo, La fragilidad de la adolescencia, que recomiendo su lectura (en Infolibre, escrito por Helena Resano. Cito solo un breve dato que aporta:

“El Hospital Gregorio Marañón encendía las alarmas: se ha detectado un aumento de los trastornos de Salud Mental graves entre los menores de 12 a 18 años. Hay más ingresos y esos ingresos duran más. El confinamiento, dicen, ha provocado una enorme cicatriz en su desarrollo” (1).

Este y otros muchos artículos, información , noticias que nos reflejan el malestar en la adolescencia, el malestar en salud mental, sumado a los diferentes pacientes que van llegando a consulta, me hizo reflexionar sobre los siguientes temas: adolescencia, pandemia, momento generacional, entre otros aspectos que intentaré desarrollar en este comentario.

La primera pregunta que me surgía ¿Este malestar generalizado es producto de la pandemia?

Es evidente que se ha acentuado con la pandemia, porque la pandemia ha sido un quiebre y una herida, una cicatriz en este momento de crisis y de extrema fragilidad que es la adolescencia, pero esto ya lo veníamos observando desde hace varios años. Incluso se puede considerar como un momento epocal.

Adolescentes sin deseo, sin ganas de nada, llenos de angustia y pulsión de muerte, a los que se les hace casi imposible transitar de la niñez a la adultez. La angustia los invade cargada de episodios terroríficos, con síntomas alarmantes que ponen en riesgo su salud y vida. Cada vez vemos más casos de adolescentes, con cortes, intentos autolíticos, trastornos de alimentación, ataque de angustia, apatía… Se ven arrastrados sin piedad en esta enorme fragilidad que se vive en la adolescencia.

Adolescentes que con su angustia y dolor se ven evocados a exhibirlos, o bien a los padres, o a los otros en redes sociales. Ya es raro encontrar diarios con llaves en las mesas de noche donde se solían expresar las vivencias más íntimas. El dolor es exhibido y no encuentra muchas veces más salida que actos destructivos. El ser adolescente es un momento de gran tránsito, tienen que inventarse casi de cero, es un cuerpo nuevo, un ser para la vida desde otro lugar psíquico, sexual y social. En nuestra época algo de la distancia simbólica que existía entre padres a hijos se ha roto, no hay un espacio, es lo que diría Lacan: nos falta la falta para permitir construirse sin la invasión del Otro parental.

Esa distancia generacional, donde los lugares estaban bien marcados se ha desvanecido y no es que sea mejor o peor, es una nueva forma de relacionarse.

Recuerdo un adolescente de 16 años. Antonio me decía:

Mi entrenador de fútbol es de la antigua escuela. —Le pregunté qué quería decir con esto, y me contestó: — ¡Sí!! Esos padres de antes que nunca te reconocían nada, todo lo que te decían era mostrar tus fallos ¡eres un inútil!… Como mi abuelo, él nunca estuvo, nunca fue a ningún partido de mi padre. Los padres de ahora son diferentes, yo prefiero como son los padres ahora, saber que somos importantes para ellos, que puedes hablar con ellos, pero… necesito mis cosas…sentir que yo puedo, porque están tan presentes, que, a veces,… ya no sé si es el deseo de ellos o el mío”

Ese momento de adolescer, es una crisis en esa personita que le toca hacerse con un cuerpo nuevo, cargado de cambios corporales, sexuales, deseos. Sumado a que para poder construirse, separarse de esos objetos de amor, requiere de una distancia de esos padres que hasta ahora eran seres primordiales. Con el añadido, que a la par de ser un objeto de amor se revelan, en el adolescente, como objetos incestuosos. Por eso para ellos es tan importante la intimidad, el pudor, y permitirles que puedan ir encontrando su propia voz.

Muchos padres vienen a consulta con muchas dudas sobre su hacer de padres —“¿cuál es el límite?” Nos preguntan en consulta, y algunas veces escuchamos —“si lo dejo, no lo hace o lo hace mal” te dicen convencidos de que sus hijos no van a ser capaces. A veces el temor, la protección, hace que se obture, que se tapone el deseo del otro, indispensable para que puedan hacer el tránsito de la niñez a convertirse en las personas que deseen ser.

Un paciente lo explicaba muy bien:

José, 17 años— “yo quiero que mi padre venga a verme en los partidos de tenis, me gusta saber que le intereso, que cuento con ellos, pero no quiero que sea el presidente del equipo. Quiero que sea mi equipo y no el de él. Creo que por eso me gustan tanto los juegos de roles en redes porque se que allí nunca van a poder entrar, no tienen idea de ordenadores”.

Transmitir un hacer, no es hacérselo, es dejar espacios para que los adolescentes, y no tan adolescentes, puedan realizar sus cosas.

Con el siguiente ejemplo creo que podremos hacernos una idea:

Unos padres de un niño de 7 años, en una primera entrevista, cuentan que ellos no dejan que el niño vaya solo al baño, y menos que se limpie. Al explorar, me dicen que son las prisas, que, seguramente, es más rápido seguir limpiándole después de que haga caca…—“es que no lo hace del todo bien”. Venían a consulta porque era un niño que no tenía deseo de nada, no quería hacer nada. Esta escena nos permitió pensar juntos que no son las prisas, que a veces cuesta soltar, confiar en que sí pueden. Esta madre, con lágrimas, decía —“lo que más quiero es que sea independiente y que haga sus cosas, pero no puedo evitar repasarle todo. Me da miedo que no pueda”.

¡ME DA MIEDO QUE NO PUEDA!

Esta visión de hijos frágiles que no van a poder, que además suelen tener un exceso de protección que los invalida, lo vemos con mucha frecuencia en nuestras consultas.

Lucia de 17 años me decía: “mis padres son de esa generación que quieren hacer todo lo contrario de como fueron con ellos, pero creo que se pasan. A mí me han dado todo, a veces incluso sin pedir ya me habían solucionado todo, y eso es muy difícil porque me genera culpa y, sobre todo, me siento que no valgo, que no voy a poder.”

Lacan planteaba la fórmula el deseo es el deseo del Otro para introducir cómo, para ser hablantes, sexuados y mortales, necesitamos al otro. Pero hay algo, en ese movimiento o en esa fórmula que nos advierte: para poder desear, necesitamos que no se quede todo en el otro, que retorne algo como propio. El otro es fundamental para constituirnos como sujetos hablantes, pero si ese otro se excede con demasiada presencia, no permite un espacio para construir ese juego dialéctico de alienarse y separarse. Si en la posición de padres taponamos la posibilidad de separación de los hijos/as puede ser, ese exceso, un detonante para que aparezca la angustia, pulsión de muerte desenfrenada, ocasionando síntomas como: cortes, intentos autolíticos, depresiones, apatía, adicciones, entre otros.

Mario tiene 14 años. Traigo esta viñeta porque creo que podemos ver cómo él nos trasmite su dolor del exceso de presencia:

“Soy un disfraz, un farsante, siempre he sido lo que el otro quería de mí, pero ahora que puedo ser yo, que quiero ser yo, no puedo… me lleno de angustia, no quiero tener a mi madre encima todo el día, pero si no está… estoy aterrado, y solo tengo ganas de hacerme daño… desaparecer…”

Vemos como algo de lo que Freud llama pulsión de muerte se pone en juego. Podríamos pensarlo como una forma de límite entre esa figura materna, amada, que al mismo tiempo perturba. Para poder quitarse el disfraz del otro y empezar a construir el propio debe separarse.

Desde Psyquia nos gusta pensar el espacio terapéutico como un lugar de ayuda tanto a padres como adolescentes a transitar estos momentos de crisis. Se trata de buscar un encuentro con un profesional que permita hacer con todo ese malestar algo más posible, para continuar en el mundo.

 

Marjorie Gutiérrez Fontaines

 

Referencias:

(1) https://www.infolibre.es/noticias/opinion/columnas/2021/10/08/la_fragilidad_adolescencia_125349_1023.html