LA PENA NO ES CÓMODA

Una paciente me dice en una sesión: “sabe usted, la pena no es cómoda, es como un pantalón que te aprieta, que no te deja respirar… ¿sabe a lo que me refiero?”.

Me quedé pensando en esto de la comodidad. Basta con que algo no sea cómodo para querer deshacernos de ello, buscar recuperar una sensación de equilibrio o, pensando en Freud, “recuperar un estado anterior a la tensión”, como la descarga para recuperar esa homeostasis y bienestar.

Si lo pensamos bien, nuestras primeras experiencias son de soledad y desprotección. Esa incertidumbre y fragilidad con la que llegamos al mundo nos pone a merced de los demás y este vacío desde el que todos partimos es, a la vez, el que nos sustenta y constituye. El Otro nos va cuidando y queriendo, en el mejor de los casos, dotando de herramientas para entender el mundo, y entre ellas, por el Otro, accedemos al lenguaje.

El acceso a la palabra nos permite simbolizar la falta. Es el significante “MAMÁ” el que nos hace más tolerable la separación de ella.

El juego en el niño también hace una importante función. Las observaciones realizadas por Freud en el terreno de los juegos infantiles, donde un niño de un año y medio (que era su propio nieto), tenía la rara costumbre de no utilizar los juguetes según lo previsible, sino de arrojándolos lo más lejos posible y hacerlos desaparecer bajo un mueble, mientras balbuceaba “fort”, osea “fuera”, y, si disponía de un cordel, tiraba de él para recuperarlos mientras decía “da”, “ahí”.

Si el pequeño lograba la secuencia completa, se constituía un juego de desaparición-reaparición, que reproducía lúcidamente la experiencia cotidiana del chiquillo, que se quedaba solo cuando su madre tenía que salir a la calle, y, sin protestar, esperaba que volviera.
Gracias a la “falta de la madre” el niño puede desear que vuelva. Dicho de otro modo, la falta de la madre y el duelo por la misma nos permiten reconectar con la vida.

Pero, nos queremos arrancar la pena como ese pantalón que aprieta, quizá sin atravesarla, no queremos saber nada de ella. “Existe una intolerancia llamativa a la tristeza normal, propia de las vicisitudes de la vida, considerándose de inmediato patológica” (L. Martin, L. y Colina, L.,  pp 147, 2022). Así que, vivimos un momento de un rechazo a la tristeza y “lo normal” es estar bien rápidamente, privando al deseo de la espera necesaria que le permite seguir estando vivo (lo estruja como ese pantalón apretado), lo agota y lo mata.

Como dice Carlos Fernández en su libro Melancolía clínica y transmisión generacional, “La mayoría de los individuos prefieren decir que están deprimidos a decir que están tristes. Así se libran de asumir cierto nivel de subjetividad y se coloca en una etiqueta diagnóstica, fuera del sujeto, como es la depresión para que nos manden a tratamiento” (Fernández, C., pp 15, 2019). Decir que uno está triste o que siente pena es mucho más personal que decir “estoy depre”. Aunque hoy en día es más que frecuente estar deprimido y no estar triste. Más bien hay un “empacho”, una saturación, pero sin manifestación de tristeza.

¿Para quien no es cómoda la pena, entonces? (por cierto, fue lo que le pregunté a mi paciente aprovechando que no había sujeto en la oración).

-Para nadie- respondió.

Entonces… si no está “bien vista” la pena, ¿cómo es posible elaborar algo sin ese Otro que sostenga, que escuche y ayude a armar la realidad de la pérdida (de un amor, de un ideal, de un proyecto…)?
Si la vida es cambio, ¿cómo se elabora la falta inherente a ese cambio y movimiento propio de la vida sin alguien que escuche nuestra demanda para, a partir de ahí, armar un vínculo con ese que sostiene?

No es que la pena no sea cómoda, es la vida la que no es cómoda. ¿Por qué? Porque la vida es cambio, reajuste, vuelta a empezar, pérdida y conquista. Así que, saber (aprender) hacer duelos es fundamental para estar en la vida. “Dejadme estar triste” decía una paciente que había sufrido varios abortos.

Sin ánimo de etiquetar, esta especie de fobia a la tristeza del otro y de uno mismo, representa de nuevo la sociedad narcisista que desgraciada y penosamente reina en la actualidad. ¿Estamos más deprimidos porque no nos podemos deprimir?, ¿pueden los niños estar tristes? O queremos SOLO niños felices para no sufrir nosotros.

Si la tristeza es inherente al hombre y a la vida no será mejor aprender a pensarla, retirarse y llorarla para, luego, sí poder volver a la posibilidad de seguir. La pena no es cómoda pero también sirve.

La vida en sí, los momentos de cambio o incluso evolución, también pueden tener una significación de pérdida muy marcada: maternidad, jubilación, comienzo de estudios o un trabajo… Algo ya no va a ser más, va a ser otra cosa, pero eso que era (la vida sin hijos, la casa en la que viviste o esos compañeros de trabajo) acabó. El papel de la tristeza, aunque incómoda, es crucial para abrir la posibilidad de abrazar lo nuevo que acontece. Paradójicamente, las dificultades para “poder estar triste” nos dejan con trabajos psíquicos pendientes que bloquean el acceso al deseo y a la vida.

En la escucha al paciente está este permiso. Se puede estar triste, se puede hablar de un sufrimiento. Si la paciente que da nombre a este texto pudo hablar de su pena, de su soledad y de su dolor, y pudo, como dice un colega, mirar la tristeza de frente y fijamente a los ojos, ahí empezó a apretar menos el pantalón.

Alicia Reinoso

Referencias bibliográficas

Fernández, C.: Melancolía, clínica y transmisión generacional. Barcelona. Xoroi Ediciones, 2019. 

Freud, S. (1920): Más allá del principio de placer. En Obras Completas, tomo XVIII. Buenos Aires. Amorrortu, 2007.

Martín, L. y Colina, F. (2018): Manual de psicopatología. Madrid. La revolución delirante, 2022.

Castro, G.: Pulsión de muerte, nostalgia por la armonía perdida. https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/4942682.pdf